Pues como es costumbre, por tierras turolenses en el mes de diciembre, Albarracín nos recibió un viernes noche de manera “acogedora” …
El termómetro marcaba los 0º en el exterior así que, recién aterrizados como estábamos, sólo quedaba deshacernos de la maleta, en la cómodo casa que habíamos reservado, y lanzarnos a las calles buscando un buen plato caliente y vino (menos los niños).
En el pequeño restaurante La Peculiar, sobre la avenida principal, comimos divinamente; entrecot, jerigota (una suerte de pisto aragonés), buenos vinos…Todo en un ambiente recogido y silencioso, sólo roto por el alboroto y las peleas de mis hijos recién llegados de la capital.
Salimos del establecimiento con la idea de darnos un pequeño paseo nocturno y este fue una experiencia “mística”. Entre que era viernes y, sorprendentemente, la pequeña localidad estaba vacía, junto con el mercurio desplomándose por momentos, propició una caminata en solitario los cuatro la mar de agradable. Las callejuelas y rincones históricos fueron nuestros por un momento, nos retrotrajimos siglos antes cuando otros personajes recorrieron esta ilustre villa.
Por la mañana, bien tempranito, con los estómagos satisfechos por un imponente desayuno de la mano de mi señora, realizamos la senda fluvial que recorre Albaracín.
Es impresionante, simple y llanamente, y deduzco que en esta época del año más….
Esta ruta de 1h. de duración tiene de todo; las vistas, desde distintas perspectivas, de esta villa construida entre cañones, el espectáculo del bosque de ribera, con su paleta de colores otoñales, el duro paisaje rocoso y de matorral de las zonas altas y el siempre relajante espectáculo de ver correr a un río de aguas prístinas.
Para no perder las buenas costumbres, almorzamos unos torreznos espectaculares y un pincho de tortilla de patata en la plaza mayor, acompañado de cerveza. ¡Ojo!, a la sombra y en el exterior…Frío, a tope, y los camareros en camiseta.
Satisfechos, subimos a la colina más alta que custodia Albarracín, para darnos un acrobático paseo por las murallas. No apto para gente con vértigo y un poco peligroso en algunos tramos, las vistas del duro entorno merecen la pena.
Por la tarde acudimos en familia al Museo del Juguete; una pintoresca exposición de los juguetes que se utilizaron a principios del siglo pasado. Menos la zona de muñecas, que inspiraba verdadero terror, mis hijos alucinaron con los cachivaches centenarios que se agolpaban en las vitrinas ¡No podían entender que la gente se divirtiese con eso!
Lo que tiene viajar con niños es que ellos marcan los horarios y, sorpresivamente, nuestra última noche cenamos con horario británico ¡19.30!
Nos perdimos un menú degustación en uno de los restaurantes de moda de la zona, pero por el contrarío sí nos permitió tomarnos unos buenos whiskys en la mejor de las compañías posibles.
Nuestras ultimas paradas del fin de semana, antes del regreso a la big city, fueron los Pinares de Ródeno y Teruel.
El primer sitio, espacio protegido, es realmente un sitio muy especial. El poder pasear entre cañones rojizos y pinares, acompañados de cabras montesas y algún avezado escalador, que recorren las escarpadas laderas con pasmosa tranquilidad, es una delicia. Y todo ocurre bajo un cielo azul intenso de aire limpio y frío.
A Teruel fuimos, básicamente, a pegarnos un homenaje gastronómico a base de ciervo, entrecot, migas del pastor, albóndigas caseras y ensalada, para desengrasar.
Sorprendentemente, para los turolenses, pudimos darnos semejante festín bajo un sol que, quizás, calentase demasiado para esa época del año.
Ante mi petición de sombra al enérgico camarero aragonés, respondió:
“En Teruel, nunca busques refugio en la sombra.”