Trinidad es la perla del Caribe.

Llegamos a Trinidad a primera hora de la tarde. Nuestro taxi, otro Chevrolet de la primera mitad del siglo pasado, no pudo acceder al casco histórico de la ciudad y nos tocó buscarnos el alojamiento pateando el centro. ¡Y qué impresión!
Trinidad es retroceder en el tiempo. Es volver a gastar la suela subiendo por empinadas calles adoquinadas, disfrutar de casonas abiertas al exterior, que muestran frescos patios interiores llenos de flores, y respirar el aroma del mar y la montaña, separados por escasos kilómetros.
Pero estábamos recién llegados y ya teníamos prisa. Estábamos apurados por acudir a la Plaza Colonial donde músicos locales habían organizado un improvisado concierto callejero y porque también habíamos quedado con un par de buenos amigos que habíamos conocido en nuestra despedida de Cienfuegos; Juan Carlos y Lise. Estos se convertirían, desde ese momento, en compañeros de viaje hasta que volvimos a La Habana.
Así que allí nos encontrábamos, disfrutando de un buen puro, tomando ron y escuchando el alegre repertorio de la música tradicional cubana; el son, la guaracha, salsa…..Los distintos géneros musicales se iban alternando repetitivamente sobre las escalinatas de la plaza vieja y la gente no dejaba de bailar. Mientras, por el sudeste, iba poniéndose el sol, cubriendo la ciudad con un manto de luz anaranjada y convirtiendo el mar Caribe en un plato dorado.
Aturdidos, y bastante alegres por el alcohol en sangre, tocaba saciar el apetito. Gracias a Dios, y a pesar de ser un grupo bastante numeroso ya, consensuamos un buen restaurante para darnos un nuevo capricho culinario en uno de los mejores sitios de la ciudad. La comida no estaba mal, pero creo que lo más destacable del restaurante era su curiosa decoración. Todo el local, emplazado en una antigua casa colonial, estaba decorado con muebles a modo de vivienda particular. Nosotros cenamos en el dormitorio. Los siete nos distribuimos alrededor de una mesa, junto a una inmensa cama de matrimonio de mediados del siglo pasado, un aparador, un armatoste de armario y una terrible lámpara de mesa. Formábamos parte de la historia viva de aquella casa.
Además del dormitorio en el que nos encontrábamos, también estaban habilitadas para dar comidas la sala de estar, la cocina, los cuartos del servicio y otras estancias menores. Todo siguiendo el mismo patrón.
Después de cenar, y todavía más alegres si cabe, tocaba conocer de primera mano el ambiente nocturno de la ciudad de Trinidad. Además de la consabida atmósfera bullanguera de la plaza y algunos locales más de la parte vieja de la ciudad, lo más sonado de la ciudad es La Cueva. Esta es una discoteca enclavada en una gruta en el interior de una montaña. Espectacular las galerías subterráneas, mediocre la música, y eso que tiene una acústica única, y terribles las copas que ponen dentro. Pero definitivamente hay que visitar esta discoteca. No siempre se tiene oportunidad de tomarse un ron-cola en las entrañas de la madre tierra.
A la mañana siguiente el Caribe nos esperaba y todo el grupo puso rumbo a Playa Ancón, separados en distintas tandas en función de las distintas «amanecidas». Willy y Pepo llegaron los últimos, pero venían con sorpresa; habían compartido taxi con un par de nórdicas que estaban viajando solas por la isla y que inmediatamente decidieron unirse a la tropa.
Además de dormitar bajo la sombra de los árboles, bañarnos el mar e hincharnos a frutas y sandwiches cubanos sobre la fina arena de la playa, lo más destacable fue el partido de fútbol internacional que improvisamos. De un lado mis primos, una de las suecas y un jovencito cubano. Del otro Juan Carlos, la otra vikinga de nombre irrepetible, el compañerito del joven cubano y mi persona. A pesar del calor, la digestión y lo duro de correr por la arena, dimos una lección de juego en equipo y ganamos. Tengo claro, y no sólo de este viaje, que el fútbol es el más internacional de los lenguajes. Donde va, triunfa.
Y al igual que el deporte rey, otra cosa que no entiende de razas y continentes son la incómoda sensación de ser devorados por una nube de mosquito. En este caso no se trataban de los clásicos dípteros que todos conocemos en Europa, sino de los minúsculos jejenes que pueden convertir tu vida en un infierno. Así que antes de que pusiera el sol ya estábamos camino del centro histórico de la ciudad.
Esa noche volvimos a los clásico paladares cubanos. El escogido era hermoso , por estar ubicado en el interior de un patio de hace siglos, y generoso en sus raciones. Para concluir nos tomamos la última copa en aquella casa.
La experiencia de Trinidad se terminaba y nos quedaba la última etapa de nuestro periplo cubano; la visita al mausoleo del Che en Santa Clara y nuestro regreso a La Habana. Además el grupo se dividiría por los distintos puntos de la geografía cubana en busca de sus propias aventuras.
Y así fue. Después de visitar el monumental sitio de reposo del Comandante y otros guerrilleros, sobre las escalinatas del mausoleo, todos nos fundimos en un emotivo abrazo de despedida. Mi camino apuntaba de nuevo hacia La Habana, junto a mi compañera, Juan Carlos y Lise cruzarían de largo para llegar hasta Viñales y el resto del grupo se repartiría entre Cayo Guillermo, la elección de mis primos, y Santiago de Cuba, el lejano oriente que esperaba a las nórdicas.

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